Subí raudo y veloz tropezándome con todos los cachivaches que había por medio en el suelo. Forcejeé con él para impedirle que lograse su objetivo. Era una suerte que estuviese malherido. Sus fuerzas eran mínimas y enseguida me hice con el control. Lo empujé hacia dentro y cerré dando vueltas a la rueda hasta llegar al tope.
Con mi arma en la mano por si acaso, empecé a buscar alguna prueba inculpatoria tirando por el suelo todo lo que estaba a mi vista.
El teléfono, como ocurría a menudo por ahí, no tenía línea y no pude llamar a Harbin al hotel.
Encontré un álbum de fotos. Tenía fotografías muy antiguas, de principio de siglo, pero no encontré ninguna de nadie en silla de ruedas.
Divisé un manojo de llaves colgadas de una escarpia. Estaban ya todas oxidadas. Las cogí para ver si alguna abría la puerta del museo, Lo había estado visitando recientemente y la cerradura no la cambiaron desde que se inauguró.
Oí a alguien gritando mi nombre fuera. Debía ser Lovis asustado al no vernos.
Salí y me dirigí hacia donde salían las voces. Efectivamente era él. Había venido con Harbin y un batallón de gente del pueblo. Cada uno portaba su antorcha y una rista de ajos colgada al cuello.
Un hombre de constitución fuerte me colocó una y me contó que con ellos ningún habitante, aunque sí oían las cadenas, eran víctimas de la maldición pero que de un tiempo a esta parte eran poseídos por ésta en cualquier parte y los pillaban desprotegidos porque los ajos sólo se podían utilizar cuando el cielo se oscurecía.
Todos los que estaban allí querían ayudarnos porque estaban convencidos que Lovis y yo éramos los elegidos para librarles de esa pesadilla.
Les conté lo que había ocurrido y lo que había pensado hacer.
Decidimos ir al museo a ver si podíamos entrar. Por el día y la hora en la que estábamos era casi seguro que el guarda de la puerta no iba a estar vigilando.
Cuando llegamos, pudimos entrar con facilidad. Fuimos directamente a donde se encontraba la carroza expuesta. No tenía ningún tipo de seguridad. Se podía acceder a ella con total libertad. Cualquiera podía tocarla e incluso montarse en ella. Entre todos la movimos y debajo de ella había una trampilla. No lo pensamos dos veces y la abrimos con una palanca que tenían por si se atrancaba alguna puerta. Bajamos tres personas. Enseguida regresamos con un baúl de madera. En él encontramos unos documentos. Eran unos informes que daban parte de los numerosos ingresos que el Conde Dount Street había tenido en un hospital psiquiátrico a principios de siglo. Explicaba el doctor en los papeles que el enfermo sufría delirios que le hacían creerse el conductor de la carroza real y que era perseguido por los forajidos. También anotaron el diagnóstico. Al parecer era lunático y los episodios de locura le daban precisamente los días de luna llena y algunos lunes. Pocas líneas más abajo pude leer que eran los dos primeros lunes del mes y que se le repetían cada vez con más frecuencia.
Harbin se emocionó mucho al darse cuenta que después de tanto tiempo iba a poder demostrar quien le había atropellado.
Volvimos a dejarlo todo tal y como estaba. No queríamos que nadie utilizase el arañamiento de morada en nuestra contra..
Volvimos al pueblo por el sendero. Las cadenas habían cesado y se respiraba otro aire completamente diferente.
Cuando llegamos al hotel pudimos llamar a la policía local. Misteriosamente, la línea había vuelto a los teléfonos.
La gente empezó abrir sus ventanas y a salir a la calle. Incluso se escuchaba una señora cantar desde su balcón.
A la mañana siguiente se presentaron dos agentes y subieron a nuestra habitación. Dimos parte de los hechos e interpusimos una denuncia bajo mi responsabilidad. Por desgracia, no pudimos denunciar al conde bisnieto y al camarero por encubrimiento de pruebas al no poder demostrar que habían sido ellos los que escondieron el baúl. Además éste era muy antiguo y lo pudo haber colocado cualquiera, o al menos así quedó registrado oficialmente. Llegamos a la conclusión de que ellos eran igualmente víctimas de las locuras del conde.
Sí pudimos demostrar que el bisnieto, el actual conde se había apoderado del dinero del detective asesinado y que no había cambiado el titular para que nadie sospechase. Con ese nombre estaba llevando a cabo todas sus fechorías monetarias y numerosos desfalcos que desviaba desde su cuenta hasta la otra, pensando, muy acertadamente, que nadie iba a investigar a una persona que había fallecido hacia ya tanto tiempo.
Lo condenaron por ello a veinte años de cárcel y a otros diez realizando trabajos sociales. El camarero, que resultó ser su hermano ilegítimo estuvo diez años en prisión por encubrimiento.
Del dinero, Harbin recuperó bastante.
Ya sin la maldición, fuimos a celebrarlo a la taberna. Harbin, que mostraba una notable mejoría física, nos acompañó.
El camarero nos contó que habían disparado al psiquiatra que estaba almorzando en la mesa en la que me senté el primer día porque estaba haciendo chantaje económico al conde al que pedía cuantiosas cantidades de dinero. El día de lo sucedido habían quedado en la taberna Dount Street por la mañana.
Lovis y yo regresamos a la ciudad donde teníamos el despacho. Me hice extremadamente famoso, tanto que me llovían las ofertas de casos de cualquier tipo desde todos los rincones del mundo entero. Harbin fue nuestro ayudante durante décadas.
Al pueblo no volvimos a ir ninguno de los tres. Todavía lo presiento y recuerdo el tenebroso aire que recorrían sus calles al principio.
A lo largo de toda mi carrera he resuelto numerosos enigmas, me he enfrentado a tipos realmente peligrosos, me he jugado la vida en la carretera persiguiendo los coches de los sospechosos e incluso me he hecho pasar por un mafioso pero ninguno ha sido tan alucinante y tenebroso como éste.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario