Todos en silencio bajamos la maltrecha escalera que separaba las dos plantas de la vivienda. Harbin, quien se había cargado el equipaje a la espalda, iba el primero. Apoyó el pie en un escalón roto, éste cedió y ambos rodaron hacia abajo.
Lovis y yo fuimos corriendo sorteando los obstáculos que aparecían a nuestro paso. Todas sus cosas estaban esparcidas por el suelo.
Lo ayudamos a levantar. Por fortuna, a pesar de lo aparatoso de la caída, no había sufrido daño alguno.
Mientras Harbin se sujetaba en mí, Lovis recogió todo y lo volvió a meter donde estaba que, como todo lo antiguo, su tela era de buena calidad y resistió históricamente el golpe.
Ya en la habitación del hotel, Harbin se sentó en el sofá – cama que habían traído los botones y sin mediar palabra sacó un libro y se puso a leer, actitud que no me extrañó en absoluto porque fuimos nosotros los causantes de esa situación tan extrema.
Pasaron así varias horas y pedimos que nos subieran la cena. Para nuestro invitado obligado lo que nos pidió: un huevo pasado por agua y pescado hervido. Estábamos a punto de comenzar una conversación que nos aclararía muchas cosas y a la vez nos las complicaría, si cabe, aún más. Como siempre, tuve que ser yo quien diera pie:
- Harbin, estamos deseosos de que nos cuente usted todo lo de la leyenda y si es posible, dígalo todo detalle a detalle, sin titubeos, sin irse por las ramas.
- Era yo un niño - tragó un sorbo de agua y continuó - Estaba yo jugando con unos amigos en la calle cuando de repente se oyó una carroza conducida violentamente... ¡jiá, jiá! Se oía... y golpes de látigos en los caballos. No pude yo ni reaccionar cuando me pasó por encima dejándome inconsciente.
- ¿Vio usted al conductor? - pregunté con asombro.
- No, y mis amigos fueron a socorrerme y tampoco vieron nada, pero en el pueblo murmuraban que un conde que vivía en una mansión a las afueras de aquí estaba loco y robaba los días que se oyen aquí las cadenas una carroza del museo a la que ponía sus propios caballos... ¡Todos lo sabían y nadie dijo nada! ¡Y yo me pasé ocho años de mi vida paralítico en el hospital!
Se puso muy nervioso y empezó a temblar como si de un ataque epiléptico se tratase. Sacó una pastilla de una cajita y se la tomó. Al cabo de unos segundos se restableció completamente.
- Secuelas del accidente - continuó hablando - El caso, es que no hubo ninguna denuncia de los habitantes, pero mis padres contrataron a un buen abogado, Alam Stuart-Dount, les pidió mucho dinero. Al pobre le pegaron un tiro. Aquí mismo, en esta calle. Desde esta ventana se puede ver el sitio perfectamente. Mis padres jamás pudieron recuperar su dinero.
- Nosotros - dije con profunda tristeza - conseguiremos que se lo devuelvan. Franco a franco. No le quepa duda.
Harbin se encontraba muy cansado a consecuencia de su ataque. Se disculpó y se fue a dormir. Nosotros hicimos lo mismo pero el silbido de un balazo nos despertó a los tres.
Lovis y yo, acostumbrados, ni siquiera miramos por la ventana. Harbin se asustó mucho y le explicamos que veíamos algunas noches el asesinato del investigador mencionado anteriormente.
Nos quedamos despiertos hasta que Harbin logró dormirse.
Al despertarse, bien pasada la mañana, presentaba mejor aspecto por lo que aprovechamos para preguntarle por qué ahí estaban pagando durante décadas por el delirio mental del causante de tal desgraciada historia. Él nos contestó que su padre, fuera de sí, lanzó sobre el pueblo una maldición que citaba así:
“Jamás dormiréis tranquilos,
oiréis la carroza como lo hacéis ahora,
sufriréis igual que mi hijo que su movilidad tanto añora,
yo os maldigo y os privo de todo tipo de consuelos "
Lovis y yo no llegábamos a comprender por qué nosotros éramos víctimas del conjuro si era la primera vez que pisábamos el pueblo. Sin dudarlo, se lo hice saber a Harbin y me respondió con su particular titubeo:
- Tiene que marcharse. Su vida corre peligro. Usted y su compañero... Tienen que marcharse. - y con paso lento se sentó y se puso a leer.
Lovis le quitó el libro de entre sus manos con tanta fuerza que éste cayó al suelo.
- ¿Por qué corremos peligro? - preguntó Lovis con la voz bastante alta.
Harbin se le quedó mirando fijamente sin pestañear.
- ¡Conteste de una vez! - añadió Lovis.
- Ustedes son detectives privados - se animó a contestar - y el espíritu del conde que inconscientemente invocó mi padre tras su maleficio quiere apoderarse de ustedes. De la mente de los dos. Sobre todo de la suya Lovis, ya tiene usted síntomas.
- Porque nos odia. - dije yo.
- Porque odia a cualquier persona capaz de descubrir que fue él el responsable de todo y como ustedes también oyen las cadenas...
- Yo no - interrumpió Lovis - Yo oigo niños.
El semblante de Harbin cambió radicalmente. No entendía por qué Lovis no oía lo que todos pero experimentaba comportamientos extraños comunes con la gente del pueblo.
- Deben marcharse,... deben marcharse - repetía sin cesar.
(Continuará...)
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